martes, 11 de septiembre de 2007

Pensá, Étor, pensá.... (cuento)


Escapás. No sabes de quién ni porqué. Mejor dicho, no lo recuerdas. Te da lo mismo. Supones que huir es siempre renunciar a algo o a alguien. De no mediar arbitrariedad, diría que es por el miedo de perder a conciencia lo que ya has perdido, allá, en el nirvana inconsolable. El sol abrasa, te enerva y tu infancia se te viene encima. El zanjón. Lo cruzas subrepticiamente con mirada periférica. Te eyecta su olor amistoso e inconfundible. Pero, ¿cuál olor si ya no tiene? Es la estúpida costumbre de no aceptar los cambios. Corres, porque el presente te sigue, flaco, alto y sonso. Hijo de italianos robustos y sanos que no quiere que las cosas perduren tal cual las ve o las vive desde la primera vez. Te gustan los árboles sin podar de la Plaza Casado, el viejo puente de la Ovidio Lagos y hasta este zanjón oloroso que atraviesa lo que queda del parque reverberante de los fines de semana, y que de estancado, no tiene vida. Si apenas gemía durante las inundaciones. De allí que lo ensancharon, pero para vos, Étor, lo arrancaron de raíz. Triste destino de que siempre los pobres sufran las inundaciones. Ahora escapas de esto y de aquello. Estás agitado y miras la camisa sucia y empapada de sudor. Te repetís mil veces que no llueve. Es la transpiración, flaco sonso. Las cosas van de mal en peor. Ya no distinguís con claridad. Los ojos se te nublan por rabiosas lágrimas y eso te enfurece, y será tu puño derecho que las arrancará frotándote con fuerza irritante. Ahora cojeas. Tampoco sabes porqué y no vale un segundo de tu huida para comprobarlo. El cuerpo te molesta demasiado. Alguna vez fue la voz de tu vieja que te había aconsejado que el mal duele, mientras eso no ocurra, nada puede ser grave. Hay un cruce de ruta. Es un camino largo burlado por bocinazos de un alterado mediodía. Dudas entre seguir tu carrera o detenerte. Sos ese animal embravecido y sin manada que resopla herido. Que mira y remira. Tienes que contener el aire para buscar una respiración más rítmica. Y lo haces. No hay peligro al derredor. De un taxi bajan dos personas. Están a pocos pasos pero no los conoces. Alguien habla de un intento de asesinato. Es una mujer y te mira con pérfida curiosidad. ¿Usted viene del pueblo, joven? La puta vieja te está hablando, Étor. ¿Sabe que paso? ¿Podes gritarle la verdad, Étor? ¿Decirle lo que sos, Étor? No, no podes…

– No, no puedo… Dejame tranquilo.- ¡Pensa, Étor, pensa…! Estás exaltado y tratas de ignorarlos. Todavía miras esa ruta. Esperas que pase un molesto ómnibus para cruzarla y perderte a campo abierto. La tierra y el ripio se quejan bajo tus pisadas. Es que el cuerpo pesa demasiado. Ahora comienza a dolerte. –Entonces tengo un mal…-deducís. A la mierda con el dolor, Étor. El dolor, el frío, el calor, es el contacto de los sentidos con los objetos sensorios. Todo es transitorio. Tienen principio y fin, y crees ser capaz de soportarlo. ¿Lo soportarás, Étor? Un hombre en una destartalada bicicleta intenta detenerte.
-Joven, ¿usted viene del pueblo? Contestas que no. Mentís, Étor, mentís. -¿Es cierto que hubo un asesinato?- El no sabe que no podes contestar eso porque ni siquiera te acordas. -¡No sé, no me acuerdo..!- Es la morbosa crueldad de la debilidad humana quien te está aturdiendo y te enfurece aún más. Un hombre viejo sale de la nada y te agarra de un brazo. Te delata la sangre aún caliente, tu ropa sucia hecha jirones y él espera una respuesta. Pero tu respuesta es tu mejor insulto, la mentira. -¡No, no vengo del pueblo..!- El hombre refunfuña por lo bajo y no tiene tiempo para volver al ataque. Ya estás lejos de su voz que no alcanzó a pegarse en tu espalda. Te preguntas cuánto tiempo ha pasado. Una, dos, tres horas. No tenes reloj. Nunca quisiste tener uno. Para vos fue siempre abominable discutir del tiempo, del pasado, de distancias. ¿Quién fue, Étor? ¿Quién te dijo que el pasado es la muerte del tiempo que guarda en lo más profundo, la dulce soberbia del triunfo y el sabor latente del fracaso? Tu disyuntiva consiste ahora en saber cuánto fragmento de ese pasado ha quedado dormido debajo del árbol. ¿Una, dos, tres horas…? –Es mi lucha contra el puto tiempo- murmuras. El paroxismo fluye tu sangre a las sienes y la culpa la tiene el ruido. Un simple y pequeño ruido que te sobresalta. Pero no te atreves a moverte. Esperas recostado sobre el pasturaje, cerca del casco de una finca deshabitada. Debiste cerciorarte si alguien observaba tus movimientos, pero el cansancio te ganó una vez más. ¿De donde vino ese ruido? Pensá, Éter, pensá… Primero giras tu cabeza a la derecha y luego a la izquierda. Sobre tus hombros comprobas que hay una casona derruida, sin puertas ni ventanas, desgastada por todas partes. Otra vez el tiempo, Étor… Todo lo que pensas, digas, toque o mires, tiene el sino del tiempo.

Hay amarillos pálidos y descascaradas paredes. El brocal está rodeado de maleza inútil y prepotente. Todas son señales de un lugar inhabitable. ¿Podés ver, Étor, allá, a lo lejos…? Hay algunos cerdos sueltos que intentan rodear el lugar. No, no fue es tipo de ruido. Era algo muy particular. ¿Y si fueron pasos..? Tu cuerpo, cuan largo y delgado, se pone de pie. Lo apoyás contra un árbol y tu mirada busca justificar la pronta arritmia. ¿Es la policía, Étor? ¿Qué uniformes usarán esta vez? El miedo sucumbe, Étor. Esa podrida palabra, que le llaman miedo. Miedo al castigo, a la crueldad. La crueldad del médico. ¿Cómo te dijo que eras, Éter? –No es momento para pensar en boludeces…- Tratá de recordar… ¿No te llamó paranoico? Pensá, Étor, pensá… ¿Esquizofrénico? Si, que fue cruel de verdad. ¿Cuál era aquella palabra? ¿Cuál, Étor, cuál? -¡No me acuerdo, no me jodás...!- Tu voz es desgarrada pero firme y hace eco en el amarillo, en las paredes desgastadas de la casona, en el brocal boquiabierto, en tu conciencia que vuelve a traicionarte, en la pobre muchacha. Y tus puños siguen crispados. Tenés el rostro congestionado y con la respiración en crecimiento. Nada nuevo ni especial, salvo que esta vez todo te carcome. Ese algo que te está enloqueciendo. ¿Cuál era la palabra, Étor..?

Ya no querés pensar. Ya no sos vos, ni siquiera aquél. Sos la polución de la intolerancia en el orfanato, la falacia en el hospital, el desbeber en las paredes del colegio o el amor a aquella que nunca te amó. Sos una masa amorfa dominada por la desesperación. Te dificulta distinguir la realidad y te arrastrás porque tampoco podés caminar. Es que la muchacha no entiende. Nunca pudo saber, porqué ahora una mano deja profundas heridas en su cuerpo. En el cuello, en los pechos, en los brazos. Para qué revivirlo, Étor…Es que sus rostro escuálido se debate entre el desconcierto y le arrancás un último hálito onírico, ese, que fuera reservado para algún hijo tuyo. Ese, que fuera tuyo desde el nacional. ¿Acaso no entendés de conmiseración? Tampoco lo sabés y seguís golpeando a una imagen de mujer. ¿Quién es ella, Étor..? ¿Una hermana que nunca tuviste? ¿La mujer enamorada de un amigo de tu infancia infeliz? ¿O tal vez ella, simplemente ella…? Herís y golpeás hasta que tu sadismo quede saciado. Entonces vendrá el rito desgarrante de quitarle la ropa a tirones y desnudarla lentamente.
–¿Comisario?- pregunta la periodista -¿Qué fue lo que paso..?-
-Asesinaron a la mujer del Étor…- ¿Ya saben quién fue…?- ¿Un psicópata..? ¡Esa es la palabra, Étor..! ¡Psicópata! Pero ya no te importa. Estás construyendo una cruz con elementos rudimentarios y ensayarás una especie de lápida con madera podrida. Quitarás el moho con ambos puños ensangrentados, y luego intentarás escribir algo con un pedazo de chapa oxidada que golpearás con un ladrillo. Siempre tuviste especial interés por este tipo de ceremonias. Algunas veces con unos perros, otra con un gato. Hasta tus sueños fueron enterrados algún triste día. La tumba la cavaste con las manos, con las uñas y con ese oxidado resto de metal.

La transpiración, los sonidos, los colores. No podés entender si todo es un sueño con la peor de las pesadillas. Cuando despertés, lo sabrás, Étor. Ahora tomás el cuerpo desnudo de la muchacha y te paralizás por unos segundos. ¡Tenés que mirar, Étor, mirá! ¿Cómo le llaman a esos pechos? –Tetas…- ¡No, Étor, no...! ¿Cómo la describen los poetas? – ¡No me acuerdo, carajo…! ¡Pensá, Étor, pensá...! – ¡No me acuerdo, dejame en paz…!- ¡Mirá y pensá, Étor..! ¿Lechozos, flácidos, enternecidos…? ¿Cuál de ellas te sirve…? Pero el cuerpo te pesa demasiado y recomenzás la huida como podés. Querés atravesar campo abierto hasta tocar el horizonte. Antes, no te olvidaste de enterrar la ropa de la joven.
Horas más tarde y con voz gangosa, alguien leerá torpemente: “Aquí yace una mujer, la otra viene conmigo”.


Norberto Aige Marinelli
(Derechos registrados)

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