martes, 11 de septiembre de 2007

El vacío, la forma y papas fritas... (cuento)




¿Por qué mi madre tenía que trabajar, se preguntará usted? Porque mi padre nos abandonó.
En verdad, yo no lo conocí. Dijo una tía mía -quedó solterona la pobre- que la única foto que tenían sacados juntos, ella misma la rompió en mil pedazos. Nunca lo bancó, sabe. Dicen que se trató de un… desliz juvenil. El asunto es que no tuve padre afectivo, ¿Me entiende? ¡Y claro, que éramos pobres! Así que, como ahora usted me escucha y tengo su atención, puedo contarle mi dolor. Porque hay que sacarlo, ¿no? Roe por dentro, lastima. Y el asunto de mi viejo, es como el cáncer; recién te enterás que lo tenés cuando ya es tarde.
Eso si, en casa no faltaba nada. La comida caliente, bueno, salvo al mediodía. Cuando venía de la escuela, en la heladera tenía un par de milanesas, papas fritas de la noche anterior, un tomate cortado a la mitad o unos huevos duros que yo tenía que ponerles la sal.
Es que mi vieja le ponía derecho. Recién cuando fui grande entendí eso de las horas corridas. Por entonces tenía unos siete u ocho años, pero ya lo sabe; no era como los pibes de ahora. Vivía prendido a la radio eléctrica y escuchaba folklore, tangos y los radioteatros, leía absorto algunas historietas mejicanas y me dejaba llevar por esas cabrioladas de vaqueros petirrojos o jugaba a la pelota con otros pibes del barrio en un campito de enfrente. Claro que todavía no estaban empedradas sus calles como ahora y la cosa tenía otro sabor especial. Se acuerda, ¿no? Corríjame si me equivoco; sólo quién es pibe y conoce la malaria por dentro y por fuera puede entender ese “aroma especial”, ¿no es cierto?
La verdad es que mi vieja le ponía duro día y noche. A media tarde salía del trabajo. Después a lavar la ropa, limpiar la casa y de vuelta a preparar la comida para la noche; lo que sobraba era para mí al mediodía. Así es como odio las milanesas con papas fritas, el huevo duro y los tomates helados, sabe… ¡No, es una broma…!
Dicen que las cicatrices nunca se van, se corren de lugar. Lo mismo pasa con los recuerdos: usted los quiere poner en un rincón oculto de la memoria y los guachos saltan como disparadores postraumáticos en el presente; en el lugar y momento menos oportuno. Como éste… ¿Lo entiende, no es cierto? ¡Y cómo no lo va a entender si usted me conoce desde chico!
¿Cuántos años dice que tiene? Y…yo tengo unos cuarenta y tantos. Así que me lleva bastante de esas cosas que da la experiencia y de los mambos infantiles. ¡Qué inocencia, por Dios…! Si hasta nos enamorábamos de la maestra…! Ahora se la comen viva. Tiene toda la razón del mundo. Por entonces, ser boludo era poco.
Bueno, no quiero desatinar la conversación. Recuerdo que fue un día que me hice “la rata” en la escuela cuando apareció el camión del papero. El tipo, un hombre fortachón y algo desaliñado iba molestando casa por casa pegando esos gritos clásicos: ¡A la papa, señora…!!Vamos, llegó el paperooo..! Yo corría olvidándome de la pelota de goma semidesinflada y lo acompañaba un buen rato con la mirada, sentado bajo un árbol. ¡Claro que era lógico a esa edad! Veo que no inflexiona su boca así que estará de acuerdo.
Ese encantamiento hizo que me ganara su confianza y unos kilos de papas también. ¿Cómo dice? ¡Claro que los polos opuestos se atraen! Me pasaba la mano en la cabeza y me decía:”Si no fuiste a la escuela, sé útil a tu madre…”. ¡Doña María…llegó el papero…! Imagínese a mí de puerta en puerta, como enganche. ¡Papas de Balcarceee..! Yo disfruté desde ese día como cada jueves que él venía. ¿Por qué? Porque cambió su rutina y desde entonces empezó a venir por la tarde. Si, quizás había una atracción de iracundia y afano por su comportamiento. ¿Cómo sabía que era buen tipo? Y, místico no era. Pero inhumano tampoco. ¿Ingrato? Eso lo sabría con el tiempo. Para mí era más bien profano, algo petulante, diría yo. Pero con un corazón grande como su camión ¿Me comprende?
Que cosa esto de la vida. Nadie te enseña a vivirla. Te largan solo a desandar el camino y cuando descubrimos que es un laberinto, es inútil volver a empezar. Ya nos etiquetaron y pusieron la hora de entierre. Son nuestros amigos y familiares, nuestros padres y maestros quienes se ocupan de decirnos como representar nuestro papel. ¿Y mucho para elegir no hay, no? Tiene usted otra vez razón. Mitad cordura, mitad locura. Esa especie de equilibrio, dicen.
Fue un jueves cuando el morocho del otro barrio le pegó un pelotazo en la puerta del camión. Pero el papero me agarró a mí de los pelos y me abofeteó. ¿Cuánto sabía mi madre de éste hecho? Mucho. Fue una comadrona de vecina que le botoneó a mi vieja. Si, incluso que me hacía la “chupina” y de trabajar para él. ¡Pero cómo iba yo a saber que se conocían! Si, uno nada en la nada. Pero eso lo aprendés con lo años. Fue entonces cuando vinieron los gestos. El ingrato impuso que comiéramos papas mañana, tarde y noche.
¡Por supuesto que un buen día faltó a la cita! Creo que se debió a una discusión con mi vieja, no se. ¿Mis sentimientos? Eso de bronca, rencor, hastío, te ennoblece cuando se sabe la verdad. Con el paso de los años, aquella casa rodeada de tejido de alambre, con patio descuidado y llena de plantas frutales, una pieza para mi vieja y yo, unas paredes que desde el techo prendía una regadera y salía agua fría para bañarme y el “fondo”, a casi un kilómetro de distancia, es una cicatriz más que se viene corriendo.
¿Sabe…? Me pone mal, esto de hablarle de mi infancia. Es cierto aquello de que “la vida es un constante ensayo; de lo contrario sabríamos que hacer, donde ir y qué decir…” Porque ya no sé que decirle. Son buenos recuerdos, descuide.
Ahora que lo vuelvo a encontrar y metido en un ataúd, con esa fina mortaja y escuchándome, créame: me hubiera gustado tener un padre como usted.
Norberto Aige Marinelli
(Derechos Reservados)

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