martes, 11 de septiembre de 2007

Contra la pared (cuento)




Estaba sentado en el suelo y apoyaba la espalda contra la pared.


Le resultaba cómoda esa posición y siempre se repetía que era mejor tener la espalda cubierta. No era lo mismo desde el cordón de la vereda que contra la pared. Desde lejos las cosas se ven mejor. Además cuando se tiene el “bobo mental” enfermo uno sabe cuánto lexotanil ve pasar y cuándo se transforma en arte comprender si el blanco es más blanco o que también el negro puede tener un ángel que lo guíe. Hoy, como tantos otros días miraba desde allí. Las mismas poses hipócritas por seudo convicción, realizadas en un medio ambiente creado por el hombre mismo, obligado por un ambiente medio fariseo, de supervivencia, nomás. Ja!
Calles largas y sucias, otras limpias, las menos. No hace falta ser muy ducho para darse cuenta que a un ovillo de lana si se la llena de palabras termina por ser mudo el mensaje y que las estocadas esparcidas se quedan en el enredo. Es el ritual de la contemplación. Hombres y mujeres bien vestidos y otros desarreglados. Algunos sucios, otros limpios, lo menos. Rostros escuálidos con muecas de consumado cinismo y rostros etéreos, los menos. Siempre en la misma posición con la mirada entre absorta e indiferente, seguía lo que llamaba: “desenlaces con vistas monótonas de hechos triviales”. Al parecer hay un virus que está desollando la otra palabra. Su perspectiva de realidad daba ahora con una casa, pero en un abrir y cerrar de ojos se transformaba en edificios. Lo vetusto y lo sencillo, pasaba estéticamente a lo ampuloso. Llamativos, imponentes pero fríos, la mayoría.


Es el asombro de ayer con la tragedia de hoy, se dijo. Un automóvil, luego otro, carros, muchos para ellos. Más hombres y mujeres en las calles, que de tanto en tanto, le saludaban o se detenían con intención de hablarle. Cuando alguien quería decirle algo, siempre pasaba lo mismo, las voces desaparecían bajo una música o algún ruido extraño. Es el otro lenguaje. Lo mismo ocurría

con las figuras. Una oda de confusiones. Del saludo al beso, del aplauso a los empellones. Y de la soledad a la indignación popular que pende por el fino hilo de la intolerancia, recordó. Mero circo, como la rabieta femenina que se calma con promesas de buena conducta.
Un individuo con ropa costosa, bien parecido, con pelo corto bien cuidado, intenta entablar conversación pero él no corresponde. ¿Para qué?, pensaba, mejor pasar por distraído. No sea cosa que venga de político y lo comience a fastidiar. Y tiene razón el pibe; existe una estúpida mueca de alabanza en todos los corruptos que los venden, esa máscara que permite mover los músculos faciales para un solo lado y a los ojos por otro. Es una sensación desagradable. Además tienen esa rara repugnancia de contradecirse con la memoria colectiva, se repetía. Vuelve a oír la música. Sabe que le gusta pero no se pregunta ni trata de averiguar de donde viene. Algo comienza a fastidiarlo y salta de la abúlica realidad sobre un millón de imágenes. Pero ahora no. Ahora hay desidia por esa mujer madura que lo provoca con sus gritos. Debe ser miserable, pensó. El rico cuando se enoja, su descontento es con decoro, el pobre en cambio, su descontento para de la cólera a la conformidad de promesa.
No resiste. Irascible se levanta y camina hacia la mujer y levanta su mano izquierda hasta colocársela en pleno rostro haciéndole los cuernos. Signo indigno para todo loco idealista que se precie de educado. ¡No me explico, no me expliquen, no pidan que piense, no duele más nada..!, se dijo convencido. Fue entonces cuando una niña vestida de azul se puso a cantar desde un escenario improvisado: “nadie fue el entierro del último poeta y por Internet se anunciará al próximo profeta…”.
De pié, harto y con gesto disconforme se vuelve premeditado y pregunta: ¿Vieja, apago el televisor…?
Norberto Aige Marinelli
(Derechos Reservados)

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